Ricard Ribera Llorens y Mercedes Vidal
Nos encontramos en un contexto donde la soberanía, en sus múltiples facetas, es una idea central del debate social. El concepto de soberanía va mucho más allá de donde se colocan las fronteras de los estados y del nivel de descentralización de estos. La soberanía hace referencia a la capacidad de cada pueblo de dotarse a sí mismo de los recursos necesarios para garantizar el bienestar y los derechos de las personas, controlándolos democráticamente y de forma solidaria con el resto de pueblos. Es aquí donde entronca el concepto de soberanía alimentaria y de la alimentación sana como derecho. En paralelo cada vez hay más conciencia de la necesidad de consumir productos alimentarios de proximidad, tanto por la calidad que aportan, por el mantenimiento del tejido agrario o por motivos ambientales. Últimamente también ha sido noticia la reivindicación de cuidar del sector agrario y ganadero, no solo pagando precios justos por sus productos, sino potenciándolo para estructurar el territorio y evitar zonas fuertemente despobladas, muchas veces condenadas a sobrevivir a través del turismo y al abandono del entorno natural.
En este sentido, la soberanía alimentaria es una de las patas fundamentales para construir una sociedad equilibrada, tanto a nivel alimentario (productos de calidad, adecuados para una dieta saludable y sostenible), como nivel económico y social (como y donde se producen, como se distribuyen y quien tiene acceso), como en cuanto a la relación con el medio ambiente (qué impacto tiene la producción y la distribución en el entorno). Esta idea, pero, requiere un análisis integral que tenga en cuenta las relaciones de dominio, tanto las que se producen internacionalmente, el imperialismo, como las que son propias del funcionamiento del capitalismo en las sociedades del norte, acompañada de un foco a nuestra realidad más próxima.
El concepto de soberanía alimentaria es hijo de la organización campesina de carácter internacional Vía Campesina. Liga la idea de soberanía con el derecho a la alimentación, a la producción local y al derecho al acceso a los recursos agrarios, con la cultura y el conocimiento de cada pueblo y con una relación armónica y sostenible con el entorno natural.
En este sentido, la agricultura es un sector que no se escapa del funcionamiento perverso del imperialismo. La lógica esencial es la subordinación de la economía de los países de la periferia del sistema para responder a las necesidades de las potencias del centro del imperialismo, situando todos los sectores productivos y económicos de estos países al servicio de la generación de beneficio de las grandes empresas, multinacionales y sector financiero. Esta característica se ha visto potenciada por la economía globalizada y la profundización de este tipo de relaciones económicas basadas en una división internacional del trabajo que persigue la reducción de costes de producción. Este funcionamiento no tiene en cuenta, en ningún caso, las necesidades alimentarias, económicas y sociales de los países del sur, la periferia, y las tiene en cuenta muy parcialmente para los países del norte, el centro del sistema. La cuestión es que, a pesar de producir más alimentos de los que hacen falta (vivimos en sociedades donde el derroche alimentario es la norma), este sistema causa desequilibrios, hambre, impactos ambientales, alimentación deficiente y las dolencias que se derivan. La FAO calcula que en el mundo unos 800 millones (M) de personas pasan hambre, unos 2.000M sufren deficiencias alimentarias y mientras unos 1.000M tienen obesidad.
La supeditación de las economías periféricas al capital internacional impacta directamente en el sector agrario, puesto que las agriculturas locales han dejado de responder a la necesidad de alimentación de su población. Lejos del autoconsumo, la agricultura de estos países se centra en producir alimentos para las metrópolis a unos costes bajos. Esto lleva a una producción de pocos productos (soja, cacahuete, café, etc.), monocultivo en muchos casos, que la población local consume de forma muy minoritaria. Este hecho supone un riesgo añadido ante posibles cambios en la demanda de productos o devaluaciones del precio del producto cultivado. La población campesina en este contexto es doblemente vulnerable a la fluctuación del precio internacional de los productos; por el mismo impacto sobre sus ingresos y porque además ha perdido la capacidad de poder producir sus propios alimentos.
Así mismo, focalizar la agricultura en la exportación ha comportado la industrialización, necesaria para lograr la producción intensiva de alimentos para la exportación a partir del que se conoce como agricultura industrializada y ganadería intensiva. Si bien este funcionamiento puede implicar un incremento de la producción, la industrialización a gran escala supone la pérdida de las técnicas agrícolas y ganaderas locales y el conocimiento que requieren, así como la desaparición de amplias capas campesinas e indígenas por la carencia de viabilidad de la agricultura familiar. Las maneras de cultivar la tierra y cuidar el ganado propias de cada zona se han perfilado a lo largo del tiempo para producir los alimentos más óptimos desde el punto de vista del autoconsumo y el comercio local, este conocimiento en desaparición forma parte de las características culturales de cada pueblo y, además, va ligado a la cura del entorno natural para hacer perdurable esta producción.
Hay que tener en cuenta que la industrialización y la centralización de la producción están intrínsecamente relacionadas con el control de los recursos agrícolas por parte de las empresas multinacionales. Estas compañías se convierten en fuerzas económicas y políticas determinantes en los países donde se implantan, influyendo sobre gobiernos y partidos para extraer el máximo beneficio posible. Los ejemplos de los efectos de este control han escrito páginas terribles a la historia de muchos países de la periferia del imperialismo. Es especialmente conocido el caso de la United Fruit Company en Centro América durante dos tercios del s.XX, que propició masacres campesinas e incluso va auspiciar golpes de estado (de aquí proviene el término república bananera).
Hoy en día el control se ejerce por otros medios, pero son estas corporaciones quienes deciden qué hay que producir y como se debe producirlo, además de tener el control de la tierra, las semillas o el agua, dejando la comunidad campesina sin capacidad de decisión sobre una cuestión tan clave como la alimentación. Este modelo económico y agrícola viene acompañado por unas políticas comerciales de los estados y los organismos internacionales, como la Organización Mundial del Comercio, que lo reafirman al potenciar la liberalización del comercio, profundizar en la división internacional del trabajo para producir donde resulte más barato y favorecer, en consecuencia, una bajada general de precios (el “dumping”, importación a bajos precios por parte de las economías de las potencias). Estas dinámicas condenan a los campesinos a la depauperación, lo que conduce al abandono de tierras y a la concentración de la población en las ciudades del sur, en grandes bolsas de miseria.
El mismo modelo de agricultura y ganadería también tiene efectos perversos en las sociedades y economías de los países del norte. Para poder competir, aquí también se produce un proceso de concentración de tierras en menos manos y una intensificación de la producción agrícola y ganadera, basada en la tecnificación y la especialización. Este modelo comporta un abandono de las zonas rurales, porque la concentración de tierras y la industrialización no dejan margen a la agricultura familiar ligada a la tierra y a la comunidad local. En España esta concentración de tierras ha sido la salida que ha ido enmascarando durante los últimos años la pérdida de viabilidad en el mercado de las explotaciones tradicionales, pero esta concentración tiene un límite y las últimas protestas agrarias en el Estado están muy relacionadas, puesto que el sector agrícola y ganadero se encuentra en una situación de difícil salida.
Este hecho tiene varios impactos, uno de ellos ligado a la gestión del territorio y a la cura del entorno natural. No solo el abandono de las zonas rurales impide el equilibrio, sino que la producción tecnificada lo evita. El caso de la ganadería extensiva es un buen ejemplo, en ésta los animales pastan en la naturaleza, alimentándose de recursos poco valiosos desde un punto de vista de mercado, ayudando a mantener los bosques limpios, facilitando la creación de materia orgánica que nutre la tierra y favoreciendo la biodiversidad. La ganadería extensiva, que está ligada a la comunidad, al entorno y al consumo local con un producto de calidad y no procesado, tiene un papel residual en nuestras sociedades, ante la ganadería intensiva, donde los animales viven concentrados en granjas, que forman parte de la cadena de producción de las grandes empresas del sector alimentario.
A las economías de las sociedades del norte, la agricultura y la ganadería juegan un papel menor a nivel económico y social, cosa que impide ver la importancia crucial del sector que produce lo que comemos cada día (con la crisis del coronavirus en cambio se ha puesto de relieve su carácter inequívoco como sector estratégico). El modelo alimentario en nuestras sociedades se soporta a partir de las industrias intensivas, agrarias o ganaderas, del país, pero también en una elevada dependencia de la importación de productos de los países periféricos del sistema. Se produce una gran desconexión entre el consumidor y el productor, asumiendo mucho protagonismo los intermediarios, la distribución y el transporte, lo que precariza enormemente al productor.
Ante ésto aparecen iniciativas diversas, como las cooperativas de consumo, que buscan el producto de proximidad, de temporada, de calidad y sin procesar, además de reconectar con los campesinos locales que persisten. Incluso algunas administraciones facilitan un espacio preferente en el espacio público a campesinos de proximidad por la venta directa de sus productos. Marcan el inicio de un camino, pero en este contexto económico son soluciones parciales y voluntaristas para el consumo de sectores muy concienciados. Se requiere una apuesta por la planificación económica de acuerdo con el concepto de soberanía alimentaria que reformule el modelo económico del país, dando mucho más peso a la agricultura y ganadería locales que sean respetuosas con el entorno natural y vinculadas a la comunidad, además de construir las redes de distribución y venta necesarias pensadas para el conjunto de la clase trabajadora y los sectores populares.
Este cambio de paradigma tiene que ser integral y afecta muchos ámbitos, uno de muy evidente tendría que ser la reducción al mínimo del papel que juegan actualmente las grandes empresas alimentarias y sus cadenas de producción y distribución. Otro es la repoblación de las zonas rurales y la democratización del acceso a la tierra. Pero la planificación económica tiene que tener una mirada amplia que tenga en cuenta la calidad del trabajo, los sueldos, el porcentaje de paro o, incluso, la existencia de una renta básica. Esto es así inevitablemente porque un nuevo modelo de producción y de consumo de productos de proximidad, de temporada y de calidad requiere un sistema de precios justos, que permita la existencia de un modelo de campesinado local y, a la vez, tiene que ser asumible y accesible para el conjunto de la población. También es necesario repensar el modelo laboral porque cada vez deja menos tiempo para hacer una compra tranquila y planificada y para cocinar una dieta equilibrada sin productos procesados.
Este planteamiento basado en la planificación económica (económica en un sentido amplio), permitiría reconectar la producción de los alimentos con quienes los consume y, a la vez, diseñar democráticamente qué alimentos hay que cultivar para ser cuidadosos con el entorno y a la vez soberanos en la producción alimentaria, para lograr un objetivo básico: que la producción del territorio sea suficiente para la población que lo habita, cosa que actualmente estamos lejos de conseguir. Por si los elementos anteriores no fueran suficientemente difíciles, este último concepto comporta también una cuestión altamente impopular y es la necesidad de replantearnos nuestra dieta actual. Fruto de este sistema de producción, que no asume los costes ambientales y sociales, la proteína animal ha acontecido artificialmente abundante y accesible comparada con generaciones anteriores. Esto ha provocado un cambio en la dieta donde la proteína vegetal (fundamentalmente legumbres) ha perdido el protagonismo ante el consumo de carnes diversas y, en menor medida de pescado. Este hecho, lejos de ser inocuo para el medio ambiente oculta unos impactos masivos: incremento del consumo de agua del sector agrario, contaminación por los residuos de la producción intensiva, transformación del suelo en tierras de cultivo para producir el alimento de los animales que consumimos (la mayoría de la soja que se cultiva en el mundo es para consumo animal) o la sobreexplotación de los océanos, para citar algunos. Es imposible universalizar la dieta occidental al conjunto de la población mundial, se calcula que si el 2050 hay 9.000 millones de habitantes en el planeta, probablemente no habrá bastante comida para mantener el actual patrón alimentario y, de hecho, si unos pocos podemos alimentarnos de este modo es a costa que la población otros países sufre las consecuencias. En Cataluña tenemos un ejemplo muy claro con la industria porcina, con una fuerte componente exportadora. Según datos del DARP producimos más del doble de nuestro consumo en carne de cerdo (el número de cerdos supera el número de habitantes del territorio) y los nitratos procedentes de los excrementos de las granjas son el principal contaminante del suelo en Cataluña, una cuestión bastante desconocida, donde más del 40% de nuestros acuíferos están contaminados, una situación que amenaza el abastecimiento de agua de boca y es especialmente grave en un contexto de disminución de la disponibilidad de agua por el cambio climático. La situación empeora en la Cataluña Central, donde se sitúan buena parte de las explotaciones.
La solución es disminuir de manera importante el contenido de proteína animal de nuestra dieta y sustituirla por proteína vegetal, no solo por razones ambientales o de viabilidad de la producción (no hay tierras de cultivo suficientes para producir a la vez alimentación para los humanos y para tantos animales de consumo), sino también de equilibrio de la dieta, puesto que un consumo excesivo de carne no es saludable. Existen iniciativas en este sentido, e incluso las administraciones empiezan a emprender acciones que van más allá de la divulgación del problema y la promoción de una dieta equilibrada. Algunas administraciones locales, por ejemplo, han empezado a diseñar menús infantiles a las equipaciones de su competencia que siguen este patrón nutricional.
La posibilidad de si Cataluña podría llegar a una soberanía alimentaria llena es objeto de debate entre los investigadores. Hay consenso en que actualmente la tierra produce el 40% del consumo de la población. La planificación de que hay que cultivar implica adaptarse a cambios físicos como una menor disponibilidad de agua a consecuencia del cambio climático o efectuar cambios en el uso del suelo. Por ejemplo, en Cataluña también se exporta maíz, un cultivo muy intensivo en agua, y, en cambio, se importan hortalizas que no son tan consumidoras.
Situar el concepto de soberanía alimentaria en el centro del debate político implica, irremediablemente, plantear una planificación económica de tipo socialista, puesto que es la única manera de lograr objetivos justos, saludables y ambientalmente deseables tanto para Cataluña y su clase trabajadora y sus sectores populares, como de los pueblos de todo el mundo. La cobertura de las necesidades alimentarias de la población mundial y su desarrollo justo, así como la emergencia climática y los límites del planeta, obligan a ser conscientes de la necesidad de cambios estructurales y el consiguiente cambio de sistema económico, que sitúen el bienestar de los pueblos, la soberanía de los mismos y el respecto al entorno natural en los cimientos de cualquier sistema productivo.